Estoy harta de vivir una vida con forma de caja, donde las entradas y las salidas no varían, donde todo es lo mismo y sólo cambia el color de la pintura.
Pablo Neruda tenía razón:
"Muere lentamente quien no viaja,quien no lee,
quien no oye música,
quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio,
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente
quien se transforma en esclavo del hábito
repitiendo todos los días los mismos trayectos,
quien no cambia de marca,
no se atreve a cambiar el color de su vestimenta
o bien no conversa con quien noconoce.
Muere lentamente quien evita una pasión
y su remolino de emociones,
justamente estas que regresan el brillo a los ojos y restauran los corazones destrozados.
Muere lentamente quien no gira el volante
cuando esta infeliz con su trabajo, o su amor,
quien no arriesga lo cierto ni lo incierto
para ir detrás de un sueño
quien no se permite, ni siquiera una vez en su vida,
huir de los consejos sensatos...
¡Vive hoy! ¡Arriesga hoy! ¡Hazlo hoy! ¡No te dejes morir lentamente!"
Quizás somos todos seres rotos, Frágiles, Tratando de caminar sosteniendo Nuestros pedazos de humanidad, Con la esperanza de no deshacernos en la marcha, Buscando aquello que nos sostiene En una pieza.
miércoles, 23 de mayo de 2007
martes, 22 de mayo de 2007
La casa de la calle Rivadavia
-Tené cuidado con Lucas; es un mezquino. Que no te vea darle el dinero a mi hermana –la voz de mi abuela atravesaba el hemisferio por línea telefónica para advertirme de las amenazas familiares que yo no conocía ya.
-Está bien Nona, no se preocupe. Yo le llamo cuando vuelva de visitar a la tía.
El viento que subía desde el sur por los cerros de la Cordillera obligaba a todo el mundo a cubrirse la cara con una bufanda. Era imposible reconocer a quienes se cruzaban por las veredas y el caminar se volvía automático, sin interrupciones de carácter social. Los árboles eran más secos de lo que recordaba, las paredes más grises y la basura más abundante.
La casa de la tía (como aprendí a llamarle desde la infancia) quedaba cuadras más abajo, en la misma calle donde yo vivía aquella temporada.
Había sido imponente aquel número veintisiete de la calle Rivadavia donde ella vivía desde su juventud. Ahora el polvo inundaba sus veredas estrechas. No siempre fueron así. Tal vez la infancia hace al mundo más grande pero en mi memoria eran brillantes y amplias. Ahora, descuidadas por culpa de la enfermedad de la tía y el tiempo no se distinguían del barro que servía de pavimento.
El timbre me resultó envejecido. Comenzaba a sentir la migraña asomándose por las esquinas de mi mente. La sirvienta se veía mucho más vieja de lo que yo recordaba. Su piel tenía la palidez de la miseria. Mi dolor de cabeza crecía mientras me devoraba el olor a encierro. Cosas visiblemente viejas amueblaban esa casa argentina que había sido hipotecada en dólares antes de que el país odiara uniformemente a Menem. Esa semana era mi deber entregar el dinero que mi abuela podía enviarle a su hermana.
-Hola, tía, ¿cómo le va?
- Pues ahí vamos hija, este mes tampoco nos han pagado la jubilación, ya nos deben tres meses –la miseria del país era tan ajena a mi realidad de visitante que se me hacía difícil comprender la cotidianidad de esos saludos acompañados de quejas con informes de estado económico que eran parte ya de la idiosincrasia nacional.
Toda la vida había cojeado la tía (un accidente de infancia en Italia). Todavía asomaba la fuerza, la elegancia, el carácter en su voz pero las arrugas y la delgadez, producto de las sopas improvisadas con aquello que permitía la inconsistente jubilación, debilitaban el efecto de ésta. Podría jurar que usaba el mismo abrigo de lana de hacía quince años. Todo en esa casa era antiguo.
-Tía, la Nona le manda…-me interrumpió.
-Lucas está en la pieza de al lado. Esperemos que se vaya –como conjurado por el miedo apareció en el umbral de la cocina, me producía una anormal antipatía.
-Hola, Lucas –los saludos entre nosotros eran fríos, impersonales. Su respuesta también mecánica se convirtió en un pedazo de metal agudo que me atravesó las sienes con el dolor de la migraña.
-Vine a visitar a la tía …
-Me imagino que andarás haciendo turismo –Lucas era uno de los pocos tipos que conocí en Argentina que no se quejaba de la situación cada vez que saludaba.
-Si querés ir a ver la Cordillera, me avisás. Estoy organizando una excursión para el mes próximo. Son todos turistas que pagan en dólares, a vos te hago una rebaja.
-No, gracias. No traje tanta plata para gastar esta vez.
-O sea que ¿no venís a traerle dinero a mi mamá? –la tía, que siempre prefería no estorbar en el rango visual de Lucas, se sobresaltó por la pregunta. Esa mujer fuerte y grande se encogía frente a la presencia manipuladora de su único hijo.- No te asustés, yo ya estoy acostumbrado a que mi madre sea una mezquina que me esconde el dinero para mantenerme controlado –la sonrisa maniática lo hacía parecer una hiena justo antes de arrancarle con los colmillos la carne a su presa.
- No digás eso, la tía se ha matado trabajando toda la vida para que a vos no te falte nada, ya tenés cuarenta años …– aunque era yo quién lo atacaba, la reacción violenta se volcó contra su madre que ya estaba encogida en una esquina de la cocina.
-Con que ¿eso es lo que andás diciendo? ¿Que soy un vago, que vivo de vos? Si he tenido mala suerte en la vida ha sido tu culpa. Nunca tuviste fe en mis negocios – su tono había cambiado de violento a herido. Mi incomodidad en la escena hacía que sintiera los músculos tiesos incapaces de reaccionar, si le hubiera puesto una mano encima a la tía yo lo hubiera detenido y enfrentado. Pero sus armas eran más fuertes, ¿cómo se confronta al que se declara víctima, a quien juega con culpas conocidas?- No me vuelvas a decir lo de la casa, vos me dejaste hipotecarla, yo no te obligué. No es mi culpa que el país y el negocio se fueran a la mierda –era verdad que lo del país no era su culpa pero el negocio siempre fue mala idea, todos sus negocios habían terminado en fiascos legendarios, la tía accedió a hipotecar en dólares porque él amenazó con suicidarse.
-Lucas, la tía está mal, no la tratés así.
- Y vos, ¿qué sabes? –el resto de la frase no vale la pena recordarlo.
Una ola de aire fresco se metió en la casa cuando Lucas salió haciendo sonar premeditadamente la puerta. Le serví té a la tía en una de sus tazas de porcelana fina (que seguramente no estarían el próximo mes). Mientras mordía con un poco más de seguridad una de las galletas que le traje, comprendí que la tía no era más que cualquier otra madre del mundo que prefería el hambre y la enfermedad propios al resentimiento de su hijo, por injustificado que fuera. Una hora más tarde me eché la bufanda al rostro sabiendo que cuando Lucas volviera, recibiría por lo menos la mitad de la plata de manos de la tía. La otra mitad aparecería cuando él le revisara todos los cajones.
El polvo me ensuciaba los zapatos mientras me alejaba de la casa por la calle Rivadavia en mi gran República Argentina.
-Está bien Nona, no se preocupe. Yo le llamo cuando vuelva de visitar a la tía.
El viento que subía desde el sur por los cerros de la Cordillera obligaba a todo el mundo a cubrirse la cara con una bufanda. Era imposible reconocer a quienes se cruzaban por las veredas y el caminar se volvía automático, sin interrupciones de carácter social. Los árboles eran más secos de lo que recordaba, las paredes más grises y la basura más abundante.
La casa de la tía (como aprendí a llamarle desde la infancia) quedaba cuadras más abajo, en la misma calle donde yo vivía aquella temporada.
Había sido imponente aquel número veintisiete de la calle Rivadavia donde ella vivía desde su juventud. Ahora el polvo inundaba sus veredas estrechas. No siempre fueron así. Tal vez la infancia hace al mundo más grande pero en mi memoria eran brillantes y amplias. Ahora, descuidadas por culpa de la enfermedad de la tía y el tiempo no se distinguían del barro que servía de pavimento.
El timbre me resultó envejecido. Comenzaba a sentir la migraña asomándose por las esquinas de mi mente. La sirvienta se veía mucho más vieja de lo que yo recordaba. Su piel tenía la palidez de la miseria. Mi dolor de cabeza crecía mientras me devoraba el olor a encierro. Cosas visiblemente viejas amueblaban esa casa argentina que había sido hipotecada en dólares antes de que el país odiara uniformemente a Menem. Esa semana era mi deber entregar el dinero que mi abuela podía enviarle a su hermana.
-Hola, tía, ¿cómo le va?
- Pues ahí vamos hija, este mes tampoco nos han pagado la jubilación, ya nos deben tres meses –la miseria del país era tan ajena a mi realidad de visitante que se me hacía difícil comprender la cotidianidad de esos saludos acompañados de quejas con informes de estado económico que eran parte ya de la idiosincrasia nacional.
Toda la vida había cojeado la tía (un accidente de infancia en Italia). Todavía asomaba la fuerza, la elegancia, el carácter en su voz pero las arrugas y la delgadez, producto de las sopas improvisadas con aquello que permitía la inconsistente jubilación, debilitaban el efecto de ésta. Podría jurar que usaba el mismo abrigo de lana de hacía quince años. Todo en esa casa era antiguo.
-Tía, la Nona le manda…-me interrumpió.
-Lucas está en la pieza de al lado. Esperemos que se vaya –como conjurado por el miedo apareció en el umbral de la cocina, me producía una anormal antipatía.
-Hola, Lucas –los saludos entre nosotros eran fríos, impersonales. Su respuesta también mecánica se convirtió en un pedazo de metal agudo que me atravesó las sienes con el dolor de la migraña.
-Vine a visitar a la tía …
-Me imagino que andarás haciendo turismo –Lucas era uno de los pocos tipos que conocí en Argentina que no se quejaba de la situación cada vez que saludaba.
-Si querés ir a ver la Cordillera, me avisás. Estoy organizando una excursión para el mes próximo. Son todos turistas que pagan en dólares, a vos te hago una rebaja.
-No, gracias. No traje tanta plata para gastar esta vez.
-O sea que ¿no venís a traerle dinero a mi mamá? –la tía, que siempre prefería no estorbar en el rango visual de Lucas, se sobresaltó por la pregunta. Esa mujer fuerte y grande se encogía frente a la presencia manipuladora de su único hijo.- No te asustés, yo ya estoy acostumbrado a que mi madre sea una mezquina que me esconde el dinero para mantenerme controlado –la sonrisa maniática lo hacía parecer una hiena justo antes de arrancarle con los colmillos la carne a su presa.
- No digás eso, la tía se ha matado trabajando toda la vida para que a vos no te falte nada, ya tenés cuarenta años …– aunque era yo quién lo atacaba, la reacción violenta se volcó contra su madre que ya estaba encogida en una esquina de la cocina.
-Con que ¿eso es lo que andás diciendo? ¿Que soy un vago, que vivo de vos? Si he tenido mala suerte en la vida ha sido tu culpa. Nunca tuviste fe en mis negocios – su tono había cambiado de violento a herido. Mi incomodidad en la escena hacía que sintiera los músculos tiesos incapaces de reaccionar, si le hubiera puesto una mano encima a la tía yo lo hubiera detenido y enfrentado. Pero sus armas eran más fuertes, ¿cómo se confronta al que se declara víctima, a quien juega con culpas conocidas?- No me vuelvas a decir lo de la casa, vos me dejaste hipotecarla, yo no te obligué. No es mi culpa que el país y el negocio se fueran a la mierda –era verdad que lo del país no era su culpa pero el negocio siempre fue mala idea, todos sus negocios habían terminado en fiascos legendarios, la tía accedió a hipotecar en dólares porque él amenazó con suicidarse.
-Lucas, la tía está mal, no la tratés así.
- Y vos, ¿qué sabes? –el resto de la frase no vale la pena recordarlo.
Una ola de aire fresco se metió en la casa cuando Lucas salió haciendo sonar premeditadamente la puerta. Le serví té a la tía en una de sus tazas de porcelana fina (que seguramente no estarían el próximo mes). Mientras mordía con un poco más de seguridad una de las galletas que le traje, comprendí que la tía no era más que cualquier otra madre del mundo que prefería el hambre y la enfermedad propios al resentimiento de su hijo, por injustificado que fuera. Una hora más tarde me eché la bufanda al rostro sabiendo que cuando Lucas volviera, recibiría por lo menos la mitad de la plata de manos de la tía. La otra mitad aparecería cuando él le revisara todos los cajones.
El polvo me ensuciaba los zapatos mientras me alejaba de la casa por la calle Rivadavia en mi gran República Argentina.
Confesiones
Al principio, mis compañeros no podían creer lo que les contaba. Yo mismo tenía dudas sobre la veracidad de lo que me había ocurrido. Resolver un crimen de hace cincuenta años no era precisamente mi sueño como detective pero por ello me ofrecieron un ascenso de rango.
Cuando la señora Carpenti me llamó diciendo que sabía dónde se encontraba el cuerpo de su hermana pensé que era un delirio demente de vieja aburrida. Pero el expediente del caso indicaba que nunca se recobró el cuerpo de la víctima. Seguía siendo considerado un caso de secuestro. Sólo se había encontrado un abrigo manchado de sangre que le pertenecía a la desaparecida. Era un caso bastante común, un violador que había secuestrado a una muchacha joven que nunca volvió a ser vista. El sospechoso siempre negó los cargos, aunque el abrigo se encontró en su auto. La hermana testificó que lo había visto rondando la casa donde vivían ambas con sus padres. El pobre imbécil murió en la cárcel condenado por secuestro y acuchillado por su compañero de celda. Todo el mundo estaba seguro de que él la había matado y se había deshecho del cadáver en algún rió o en el mar, el sospechoso era aficionado a la pesca y tenía un bote. También tenía un historial de violación.
Siendo un novato en homicidios me tocaban esos trabajos aburridos como ir a escuchar historias fantásticas de viejitas que ven asesinos en todas partes. Por teléfono me había dicho que había recordado algo que revelaba el paradero de su difunta hermana (difunta dicha con todo ese protocolo de señora mayor). Mi superior se reía maliciosamente cuando salí de la estación esa mañana a emprender mi primera investigación de homicidio.
Nos habían enseñado que ante todo teníamos que ser respetuosos del dolor que sufren las familias de las víctimas. Iba preparado para asentir con la cabeza y hacer anotaciones inútiles en mi libretita nueva (la emoción de ser recién nombrado detective). Llevaba memorizados los datos importantes del caso para no parecer un aprendiz. Ese día entendí que son cosas como esta las que me hicieron querer ser policía. Mas valía que me fuera bien, por poco mando a mi viejo al otro mundo cuando le dije que dejaba la escuela de arquitectura para ingresar en la academia.
La señora Carpenti me hizo sentar en una sala de esas que parecen haberse quedado congeladas en el tiempo. Mi profesor de historia de la arquitectura hubiese dicho que era un estilo neo gótico o algo por el estilo. Yo sólo sé que olía a encerrado (la verdad es que nunca he sido muy bueno para la arquitectura). Parecía que había una momia allí dentro, me empecé a imaginar los huesos de la hermana metidos en algún armario. La viejita trajo un café para mí y para ella, un té como con olor a almendras rancias, amargas.
Por poco le escupo todo el café cuando la escuché decir que ella había matado a su hermana.
- ¿No me cree usted?
- Perdóneme señora Carpenti pero, ¿qué fue lo que dijo?
-Que yo maté a mi querida hermana Laura hace cincuenta años.
-Me va a tener que disculpar pero …
- Es la verdad, permítame que le explique. Mi hermana se iba a casar con Raúl Carpenti, el amor de mi vida. ¿Va usted comprendiendo?
-Creo que sí –la dejé continuar porque francamente no entendía lo que estaba ocurriendo, eso sí, dejé inmediatamente de tomarme el café que me había servido la asesina senil. Comenzaba a verme tirado escupiendo sangre sobre la alfombra pero como ni cosquillas sentía, me quedé escuchándola y dejando que se incriminara.
- Mi hermana fue una de esas personas que tiene todo lo que los demás envidian. Yo nunca me parecí mucho a Laura. Pero no me importaba ser la hermana fea y tonta. Hasta el día que anunció su compromiso con mi querido Raúl. Usted debe entender que ese era el único hombre que me había interesado en la vida –comenzó a toser.- Perdóneme tengo la garganta un poco irritada. Le decía que yo tenía diecinueve años y él continuaba viéndome como a una niñita. Así que maté a mi hermana, puse el abrigo blanco manchado con su sangre en el auto de un vecino que se murmuraba había matado a una niña –me pareció curioso porque en el expediente no mencionaba que el acusado hubiera matado nunca a nadie- ¿Usted se imagina lo poderoso que era el llanto desesperado de una niñita de diecinueve años acusando a un vecino siniestro en esa época? Puede despertar los miedos más oscuros de un pueblo mediocre. Nadie me cuestionó cuando dije haber visto a ese hombre siguiendo a mi hermana. Con respecto al novio, todos dijeron que nos había unido la tragedia –la vieja asesina comenzaba a agarrarse la cabeza como con dolor.- Hace ya seis años que murió mi querido Raúl y todavía lo extraño. Usted se preguntará por qué esta confesión cincuenta años después, ¿no es cierto? –yo no hubiese tenido la idea de preguntar nada a esas alturas.
-Sí, la verdad que sí.
- Hace unos meses mi médico me explicó cómo serían los últimos meses de mi enfermedad. Sobre la mesa de la cocina encontrará usted la explicación exacta de dónde se encuentran escondidos los restos de mi pobre Laura. Quiero que nos entierren el mismo día y en tumbas adyacentes. Voy a morir, ya es inevitable, no le ofrecí té porque no le hubiese gustado el sabor del cianuro, créame.
Cuando la ambulancia llegó ya estaba muerta. Nunca me enseñaron en la academia cómo contrarrestar un envenenamiento avanzado de cianuro. Mientras la miraba convulsionar sin saber qué hacer, me imaginé en el salón de clases discutiendo el Art-noveau y de repente me gustaba más esa idea que la de volver a escuchar confesiones de viejitas sicópatas.
Cuando la señora Carpenti me llamó diciendo que sabía dónde se encontraba el cuerpo de su hermana pensé que era un delirio demente de vieja aburrida. Pero el expediente del caso indicaba que nunca se recobró el cuerpo de la víctima. Seguía siendo considerado un caso de secuestro. Sólo se había encontrado un abrigo manchado de sangre que le pertenecía a la desaparecida. Era un caso bastante común, un violador que había secuestrado a una muchacha joven que nunca volvió a ser vista. El sospechoso siempre negó los cargos, aunque el abrigo se encontró en su auto. La hermana testificó que lo había visto rondando la casa donde vivían ambas con sus padres. El pobre imbécil murió en la cárcel condenado por secuestro y acuchillado por su compañero de celda. Todo el mundo estaba seguro de que él la había matado y se había deshecho del cadáver en algún rió o en el mar, el sospechoso era aficionado a la pesca y tenía un bote. También tenía un historial de violación.
Siendo un novato en homicidios me tocaban esos trabajos aburridos como ir a escuchar historias fantásticas de viejitas que ven asesinos en todas partes. Por teléfono me había dicho que había recordado algo que revelaba el paradero de su difunta hermana (difunta dicha con todo ese protocolo de señora mayor). Mi superior se reía maliciosamente cuando salí de la estación esa mañana a emprender mi primera investigación de homicidio.
Nos habían enseñado que ante todo teníamos que ser respetuosos del dolor que sufren las familias de las víctimas. Iba preparado para asentir con la cabeza y hacer anotaciones inútiles en mi libretita nueva (la emoción de ser recién nombrado detective). Llevaba memorizados los datos importantes del caso para no parecer un aprendiz. Ese día entendí que son cosas como esta las que me hicieron querer ser policía. Mas valía que me fuera bien, por poco mando a mi viejo al otro mundo cuando le dije que dejaba la escuela de arquitectura para ingresar en la academia.
La señora Carpenti me hizo sentar en una sala de esas que parecen haberse quedado congeladas en el tiempo. Mi profesor de historia de la arquitectura hubiese dicho que era un estilo neo gótico o algo por el estilo. Yo sólo sé que olía a encerrado (la verdad es que nunca he sido muy bueno para la arquitectura). Parecía que había una momia allí dentro, me empecé a imaginar los huesos de la hermana metidos en algún armario. La viejita trajo un café para mí y para ella, un té como con olor a almendras rancias, amargas.
Por poco le escupo todo el café cuando la escuché decir que ella había matado a su hermana.
- ¿No me cree usted?
- Perdóneme señora Carpenti pero, ¿qué fue lo que dijo?
-Que yo maté a mi querida hermana Laura hace cincuenta años.
-Me va a tener que disculpar pero …
- Es la verdad, permítame que le explique. Mi hermana se iba a casar con Raúl Carpenti, el amor de mi vida. ¿Va usted comprendiendo?
-Creo que sí –la dejé continuar porque francamente no entendía lo que estaba ocurriendo, eso sí, dejé inmediatamente de tomarme el café que me había servido la asesina senil. Comenzaba a verme tirado escupiendo sangre sobre la alfombra pero como ni cosquillas sentía, me quedé escuchándola y dejando que se incriminara.
- Mi hermana fue una de esas personas que tiene todo lo que los demás envidian. Yo nunca me parecí mucho a Laura. Pero no me importaba ser la hermana fea y tonta. Hasta el día que anunció su compromiso con mi querido Raúl. Usted debe entender que ese era el único hombre que me había interesado en la vida –comenzó a toser.- Perdóneme tengo la garganta un poco irritada. Le decía que yo tenía diecinueve años y él continuaba viéndome como a una niñita. Así que maté a mi hermana, puse el abrigo blanco manchado con su sangre en el auto de un vecino que se murmuraba había matado a una niña –me pareció curioso porque en el expediente no mencionaba que el acusado hubiera matado nunca a nadie- ¿Usted se imagina lo poderoso que era el llanto desesperado de una niñita de diecinueve años acusando a un vecino siniestro en esa época? Puede despertar los miedos más oscuros de un pueblo mediocre. Nadie me cuestionó cuando dije haber visto a ese hombre siguiendo a mi hermana. Con respecto al novio, todos dijeron que nos había unido la tragedia –la vieja asesina comenzaba a agarrarse la cabeza como con dolor.- Hace ya seis años que murió mi querido Raúl y todavía lo extraño. Usted se preguntará por qué esta confesión cincuenta años después, ¿no es cierto? –yo no hubiese tenido la idea de preguntar nada a esas alturas.
-Sí, la verdad que sí.
- Hace unos meses mi médico me explicó cómo serían los últimos meses de mi enfermedad. Sobre la mesa de la cocina encontrará usted la explicación exacta de dónde se encuentran escondidos los restos de mi pobre Laura. Quiero que nos entierren el mismo día y en tumbas adyacentes. Voy a morir, ya es inevitable, no le ofrecí té porque no le hubiese gustado el sabor del cianuro, créame.
Cuando la ambulancia llegó ya estaba muerta. Nunca me enseñaron en la academia cómo contrarrestar un envenenamiento avanzado de cianuro. Mientras la miraba convulsionar sin saber qué hacer, me imaginé en el salón de clases discutiendo el Art-noveau y de repente me gustaba más esa idea que la de volver a escuchar confesiones de viejitas sicópatas.
lunes, 21 de mayo de 2007
Posibilidades
Acariciaba el pelaje del gatito mientras meditaba si sería mejor decapitarlo así nomás o desollarlo antes para que la sangre no se mezclara con los pelos. Sería la tinta perfecta para su carta. Lucrecia no se daría cuenta de la diferencia entre la tinta barata de un bolígrafo rojo y esta tinta artesanal extraída con el único propósito de llegar a sus manos.
Miraba al pequeño animal, enrollado durmiendo en su regazo, el inocente descansaba ignorando que dentro de poco adornaría las líneas de una página. La pastilla que le vendieron en el veterinario había funcionado; estaba completamente inerte, como listo para una operación.
El pobre miserable había estado rondando el departamento la noche anterior. Al fin y al cabo Joaquín le haría un favor, no sentiría llegar la muerte. En la calle moriría de hambre o atacado por un perro rabioso.
Mientras se dirigía a la cocina, el verdugo miraba a su víctima recordando todos los indefensos gatitos de su juventud. Cuando tenía cinco años encontró uno en el patio del colegio. Se lo llevó hasta el lúgubre apartamento donde vivía con su padre viudo. Joaquín tuvo cuidado de no decirle a su padre lo que llevaba en la lonchera con tanto cuidado. Desde la muerte de su esposa, el padre no le prestaba demasiada atención a nadie, a menos que hablaran de ella. Cuando finalmente se encerró en su despacho de donde su hijo sabía que no saldría en horas.
El infante se sentía asombrado de tener una vida frágil en sus manos. Las posibilidades lo abrumaban, ¿qué hacer con él? ¿Alimentarlo? Debía tener hambre y sin embargo a Joaquín no le mortificaba la idea de un animalito hambriento.
Fue entonces que vio el balcón de ese departamento deprimente. Estaban en el séptimo piso, si no pasaba nadie por la vereda no sabrían que había sido él. Dejó las puertas de cristal abiertas para meterse de nuevo al departamento corriendo en caso de que alguien saliera. Sosteniendo al animalucho por las patas delanteras, lo miró desesperarse, sacar las uñas y tratar de arañarlo. Todo fue muy rápido. En cuestión de segundos, solo quedaba una mancha roja en la acera. Entró tranquilo nuevamente al departamento que compartía con la sombra del que alguna vez fue su padre. Joaquín comprendió que no había sentido ningún remordimiento ni compasión por ese animal miserable. Sonrió.
Esa misma sonrisa lo acompañaba mientras cerraba las puertas que conectaban la cocina con el ambiente principal de su departamento. La nueva víctima se encontraba ya en el fregadero.
Al cabo de dos horas salió completamente sudado de la cocina. Un fuerte olor a cloro se podía percibir en esa cocina inmaculada. Traía una pequeña bolsa de basura en las manos. Salió al pasillo del edificio y la echó por el conducto de desperdicios. Al entrar nuevamente a su estéril departamento, se dirigió a darse un baño. Ya limpio y arreglado fue a sentarse en su escritorio El apartamento D, piso 2 del número 348 de la calle Gloria no es muy espacioso. Casi se podría calificar de estudio. El inmueble está pobremente adornado con una austeridad extrema. En una esquina de la habitación principal, que sirve como comedor y sala, hay un simple escritorio de madera contra la pared en la cual se encuentra la ventana principal del apartamento.
Bajo la esquina izquierda del escritorio hay una tabla de madera, una parte falsa del piso que en lugar de estar asegurada con clavos tiene dos tornillos que permiten removerla y volverla a asegurar. Debajo de esta tabla falsa se encuentra una caja de metal que contiene fotos nítidamente organizadas y cuadernos envueltos en plástico.
En las paredes hay unos cuantos cuadros que no dicen nada importante. Un armario espacioso está inmediatamente al lado de la puerta de entrada, en la esquina transversal al escritorio. Por la cerradura de ese armario se puede ver la mayor parte del ambiente principal. La cocina y el dormitorio ocupan apenas el espacio de rigor para llamarse habitaciones. Un sofá de comodidad cuestionable se encuentra en la esquina contraria al escritorio.
Difícilmente se podría calificar este sitio como un hogar. Los interiores del armario resultan más acogedores y cómodos que el resto del lugar.
Recordaba las fotos que estaban allí escondidas mientras escribía con una letra inteligente. Sonreía con la comisura izquierda de la boca, el único gesto verdaderamente perverso que se permitía demostrar. Sonreía imaginándose el día en que sus diarios fueran descubiertos. Estaban escritos claramente, envueltos de tal manera que el paso de los húmedos años no perturbase su genialidad encapsulada para el futuro. Un futuro en el cual se entendería a seres con un intelecto como el suyo.
Para Joaquín la sociedad es un parásito del cual la conciencia es un estado impuesto por un falso sentido de culpa. Yo soy libre, no siento culpa. Así atestiguaba uno de sus diarios. Esos tratados teóricos de la perversidad. Sabía que tarde o temprano, la sociedad avanzaría lo suficiente como para reconocer en hombres como él, la perfección de la estrategia. El frasco con el líquido rojo que servía para llenar su pluma fuente hecha especialmente para él. Una de las pocas cosas que le producía placer era sentir el ruido de la hoja de metal del la pluma contra el papel. Es el sonido del conocimiento y la crueldad de los siglos se decía a sí mismo las horas que se sentaba a escribir.
A Lucrecia le encantaría saber de qué está hecha la tinta. Pero todavía no está lista, demasiado contaminada de culpas y conciencias falsas. Tarde o temprano terminaré de prepararla. Es lo suficientemente inteligente para entender.
Las fotografías de la que era ahora su novia estaban guardadas en la preciosa caja de metal debajo del piso. No las fotos que ella conocía, las otras. Eran testigos de que él era quien la había elegido. Antes de intercambiar una palabra con ella. Había una foto de ella con Mauricio. Había sido una suerte que ella lo encontrara drogado con una prostituta en su cama. Era un final apropiado para un noviazgo que le resultaba molesto al, en ese momento, futuro novio de Lucrecia.
Había una foto del día en que Lucrecia habló con Joaquín por primera vez, cuando todavía se desvestía sola por las noches, antes de invitarlo a él a desvestirse con ella. La preparación de Lucrecia para conocerlo había sido extensa, aunque ella no lo sabía. Él tenía que asegurarse primero de que ella era la indicada para compartir su grandeza.
Calculaba cada palabra para asegurarse de recibir la reacción indicada. La tinta roja tardaba un poco más de lo normal en secarse, lo que le daba la oportunidad de detenerse a pensar bien cada palabra. Miraba el resto del papel en blanco, lo abrumaban las posibilidades. Firmó con letra todavía más clara y abierta. Había leído en un libro de psicología que el manuscrito de letras abiertas y definidas demostraba una personalidad honesta y confiable. Tenía once años y había decidido cambiar su caligrafía de manera que ni el más hábil grafólogo pudiese rastrear su naturaleza.
Dobló cuidadosamente la carta en tres partes y la puso sobre la sobria mesa de la sala, sobre el papel colocó una rosa roja que sacó de la cocina, que todavía olía a cloro. De un gabinete extrajo un desodorante ambiental para disimular el hedor de muerte encubierta. De todas maneras la situación justificará el exceso de pulcritud.
Se acercaba la hora y era necesario que todo estuviese listo. Se había comunicado por teléfono con ella para decirle que la esperaba a las ocho en punto. Ella sabía la importancia de llegar a tiempo a casa de Joaquín. Peor que una diatriba ceremoniosa sobre la importancia de la puntualidad, el actuaba con gestos heridos y comprensivos que la hacían sentirse culpable. Manejaba la culpa con destreza, algún día sus manuales de la manipulación social serían comprendidos por sociedades más aptas. Pero él ya sería polvo debajo de la tierra. Estaba resignado a que sería un genio para las generaciones futuras.
Cuando todo estuvo listo se encerró en el armario desde cuya cerradura podía ver casi todo el ambiente principal del departamento. Era el lugar más cómodo de su vivienda según él. Inclusive a Lucrecia ya le gustaba hacer el amor allí adentro con el olor de abrigos viejos y químicos secos de lavandería. La primera vez le pareció intensamente seductora esa excentricidad. Luego se dio cuenta de que él era mejor amante adentro del armario que en la cama.
El resto del cortejo había sido un manual de procedimientos para enamorar a una mujer. Las rosas, las cartas, los juegos y entonces las noches donde hacia que ella sintiera la dulzura persuasiva de la muerte subirle por las entrañas.
Miraba por el ojo de la cerradura esperando que ella llegara. Se relamía pensando en su expresión cuando leyera la carta. Su futuro, su verdadero futuro comenzaba esta noche y ella no se lo sospechaba. Se sentía excitado pensando en lo que les esperaba, los juegos, los seguimientos clandestinos habían llegado a su fin.
Sintió dos golpes en la puerta. Luego vio por el ojo de la cerradura como la puerta principal se abría. Reconoció la camisa verde que marcaba su cintura, una falda negra corta y esas botas. Muchas veces Joaquín se había preguntado si sería sencillo matar a alguien con el tacón de una de esas botas.
Podía ver con limitación como miraba alrededor del departamento buscándolo. No se daba cuenta de la rosa y la carta sobre la mesa. Cuando finalmente ella se acercó a la mesa, Joaquín podía sentir a sangre recorriéndole las venas con locura. Vio sus dedos delicados acariciar los dobleces del papel y leer. Podía ahora ver los ojos verdes de Lucrecia pasearse por las líneas con un gesto de asombro e incredulidad.
Decidió salir y revelar su presencia. Al ver la puerta del armario abrirse, ella sintió como un frío indescriptible se apoderaba de su persona. Él habló primero.
-¿Entonces?
- Sí. Me quiero casar contigo-inmediatamente se abalanzó sobre él, dirigiéndolo al armario, con claras intenciones de celebrar su compromiso. Mientras ella le desabotonaba la camisa, Joaquín sonreía con la comisura izquierda de la boca, sin que su novia lo pudiera ver.
Miraba al pequeño animal, enrollado durmiendo en su regazo, el inocente descansaba ignorando que dentro de poco adornaría las líneas de una página. La pastilla que le vendieron en el veterinario había funcionado; estaba completamente inerte, como listo para una operación.
El pobre miserable había estado rondando el departamento la noche anterior. Al fin y al cabo Joaquín le haría un favor, no sentiría llegar la muerte. En la calle moriría de hambre o atacado por un perro rabioso.
Mientras se dirigía a la cocina, el verdugo miraba a su víctima recordando todos los indefensos gatitos de su juventud. Cuando tenía cinco años encontró uno en el patio del colegio. Se lo llevó hasta el lúgubre apartamento donde vivía con su padre viudo. Joaquín tuvo cuidado de no decirle a su padre lo que llevaba en la lonchera con tanto cuidado. Desde la muerte de su esposa, el padre no le prestaba demasiada atención a nadie, a menos que hablaran de ella. Cuando finalmente se encerró en su despacho de donde su hijo sabía que no saldría en horas.
El infante se sentía asombrado de tener una vida frágil en sus manos. Las posibilidades lo abrumaban, ¿qué hacer con él? ¿Alimentarlo? Debía tener hambre y sin embargo a Joaquín no le mortificaba la idea de un animalito hambriento.
Fue entonces que vio el balcón de ese departamento deprimente. Estaban en el séptimo piso, si no pasaba nadie por la vereda no sabrían que había sido él. Dejó las puertas de cristal abiertas para meterse de nuevo al departamento corriendo en caso de que alguien saliera. Sosteniendo al animalucho por las patas delanteras, lo miró desesperarse, sacar las uñas y tratar de arañarlo. Todo fue muy rápido. En cuestión de segundos, solo quedaba una mancha roja en la acera. Entró tranquilo nuevamente al departamento que compartía con la sombra del que alguna vez fue su padre. Joaquín comprendió que no había sentido ningún remordimiento ni compasión por ese animal miserable. Sonrió.
Esa misma sonrisa lo acompañaba mientras cerraba las puertas que conectaban la cocina con el ambiente principal de su departamento. La nueva víctima se encontraba ya en el fregadero.
Al cabo de dos horas salió completamente sudado de la cocina. Un fuerte olor a cloro se podía percibir en esa cocina inmaculada. Traía una pequeña bolsa de basura en las manos. Salió al pasillo del edificio y la echó por el conducto de desperdicios. Al entrar nuevamente a su estéril departamento, se dirigió a darse un baño. Ya limpio y arreglado fue a sentarse en su escritorio El apartamento D, piso 2 del número 348 de la calle Gloria no es muy espacioso. Casi se podría calificar de estudio. El inmueble está pobremente adornado con una austeridad extrema. En una esquina de la habitación principal, que sirve como comedor y sala, hay un simple escritorio de madera contra la pared en la cual se encuentra la ventana principal del apartamento.
Bajo la esquina izquierda del escritorio hay una tabla de madera, una parte falsa del piso que en lugar de estar asegurada con clavos tiene dos tornillos que permiten removerla y volverla a asegurar. Debajo de esta tabla falsa se encuentra una caja de metal que contiene fotos nítidamente organizadas y cuadernos envueltos en plástico.
En las paredes hay unos cuantos cuadros que no dicen nada importante. Un armario espacioso está inmediatamente al lado de la puerta de entrada, en la esquina transversal al escritorio. Por la cerradura de ese armario se puede ver la mayor parte del ambiente principal. La cocina y el dormitorio ocupan apenas el espacio de rigor para llamarse habitaciones. Un sofá de comodidad cuestionable se encuentra en la esquina contraria al escritorio.
Difícilmente se podría calificar este sitio como un hogar. Los interiores del armario resultan más acogedores y cómodos que el resto del lugar.
Recordaba las fotos que estaban allí escondidas mientras escribía con una letra inteligente. Sonreía con la comisura izquierda de la boca, el único gesto verdaderamente perverso que se permitía demostrar. Sonreía imaginándose el día en que sus diarios fueran descubiertos. Estaban escritos claramente, envueltos de tal manera que el paso de los húmedos años no perturbase su genialidad encapsulada para el futuro. Un futuro en el cual se entendería a seres con un intelecto como el suyo.
Para Joaquín la sociedad es un parásito del cual la conciencia es un estado impuesto por un falso sentido de culpa. Yo soy libre, no siento culpa. Así atestiguaba uno de sus diarios. Esos tratados teóricos de la perversidad. Sabía que tarde o temprano, la sociedad avanzaría lo suficiente como para reconocer en hombres como él, la perfección de la estrategia. El frasco con el líquido rojo que servía para llenar su pluma fuente hecha especialmente para él. Una de las pocas cosas que le producía placer era sentir el ruido de la hoja de metal del la pluma contra el papel. Es el sonido del conocimiento y la crueldad de los siglos se decía a sí mismo las horas que se sentaba a escribir.
A Lucrecia le encantaría saber de qué está hecha la tinta. Pero todavía no está lista, demasiado contaminada de culpas y conciencias falsas. Tarde o temprano terminaré de prepararla. Es lo suficientemente inteligente para entender.
Las fotografías de la que era ahora su novia estaban guardadas en la preciosa caja de metal debajo del piso. No las fotos que ella conocía, las otras. Eran testigos de que él era quien la había elegido. Antes de intercambiar una palabra con ella. Había una foto de ella con Mauricio. Había sido una suerte que ella lo encontrara drogado con una prostituta en su cama. Era un final apropiado para un noviazgo que le resultaba molesto al, en ese momento, futuro novio de Lucrecia.
Había una foto del día en que Lucrecia habló con Joaquín por primera vez, cuando todavía se desvestía sola por las noches, antes de invitarlo a él a desvestirse con ella. La preparación de Lucrecia para conocerlo había sido extensa, aunque ella no lo sabía. Él tenía que asegurarse primero de que ella era la indicada para compartir su grandeza.
Calculaba cada palabra para asegurarse de recibir la reacción indicada. La tinta roja tardaba un poco más de lo normal en secarse, lo que le daba la oportunidad de detenerse a pensar bien cada palabra. Miraba el resto del papel en blanco, lo abrumaban las posibilidades. Firmó con letra todavía más clara y abierta. Había leído en un libro de psicología que el manuscrito de letras abiertas y definidas demostraba una personalidad honesta y confiable. Tenía once años y había decidido cambiar su caligrafía de manera que ni el más hábil grafólogo pudiese rastrear su naturaleza.
Dobló cuidadosamente la carta en tres partes y la puso sobre la sobria mesa de la sala, sobre el papel colocó una rosa roja que sacó de la cocina, que todavía olía a cloro. De un gabinete extrajo un desodorante ambiental para disimular el hedor de muerte encubierta. De todas maneras la situación justificará el exceso de pulcritud.
Se acercaba la hora y era necesario que todo estuviese listo. Se había comunicado por teléfono con ella para decirle que la esperaba a las ocho en punto. Ella sabía la importancia de llegar a tiempo a casa de Joaquín. Peor que una diatriba ceremoniosa sobre la importancia de la puntualidad, el actuaba con gestos heridos y comprensivos que la hacían sentirse culpable. Manejaba la culpa con destreza, algún día sus manuales de la manipulación social serían comprendidos por sociedades más aptas. Pero él ya sería polvo debajo de la tierra. Estaba resignado a que sería un genio para las generaciones futuras.
Cuando todo estuvo listo se encerró en el armario desde cuya cerradura podía ver casi todo el ambiente principal del departamento. Era el lugar más cómodo de su vivienda según él. Inclusive a Lucrecia ya le gustaba hacer el amor allí adentro con el olor de abrigos viejos y químicos secos de lavandería. La primera vez le pareció intensamente seductora esa excentricidad. Luego se dio cuenta de que él era mejor amante adentro del armario que en la cama.
El resto del cortejo había sido un manual de procedimientos para enamorar a una mujer. Las rosas, las cartas, los juegos y entonces las noches donde hacia que ella sintiera la dulzura persuasiva de la muerte subirle por las entrañas.
Miraba por el ojo de la cerradura esperando que ella llegara. Se relamía pensando en su expresión cuando leyera la carta. Su futuro, su verdadero futuro comenzaba esta noche y ella no se lo sospechaba. Se sentía excitado pensando en lo que les esperaba, los juegos, los seguimientos clandestinos habían llegado a su fin.
Sintió dos golpes en la puerta. Luego vio por el ojo de la cerradura como la puerta principal se abría. Reconoció la camisa verde que marcaba su cintura, una falda negra corta y esas botas. Muchas veces Joaquín se había preguntado si sería sencillo matar a alguien con el tacón de una de esas botas.
Podía ver con limitación como miraba alrededor del departamento buscándolo. No se daba cuenta de la rosa y la carta sobre la mesa. Cuando finalmente ella se acercó a la mesa, Joaquín podía sentir a sangre recorriéndole las venas con locura. Vio sus dedos delicados acariciar los dobleces del papel y leer. Podía ahora ver los ojos verdes de Lucrecia pasearse por las líneas con un gesto de asombro e incredulidad.
Decidió salir y revelar su presencia. Al ver la puerta del armario abrirse, ella sintió como un frío indescriptible se apoderaba de su persona. Él habló primero.
-¿Entonces?
- Sí. Me quiero casar contigo-inmediatamente se abalanzó sobre él, dirigiéndolo al armario, con claras intenciones de celebrar su compromiso. Mientras ella le desabotonaba la camisa, Joaquín sonreía con la comisura izquierda de la boca, sin que su novia lo pudiera ver.
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