Yo tenía 17 años. Fue, quizás, la primera vez que gané conciencia de que mi generación era capaz del horror. Hasta entonces, el horror era un lujo exclusivo de los adultos. Nosotros no éramos adultos.
Había crueldad, entre nosotros, pero no horror, no el tipo de horror que mata niños.
El horror le pertenecía a las guerras, a los territorios tomados.
El horror, nos había invadido, se había colado por nuestros ojos y se había chorreado hacia nuestros pies como la sangre que corría en aquella escuela en Littleton, Colorado. ¿Dónde quedaba Colorado?
Siempre fui mala en geografía.