sábado, 5 de mayo de 2012

Cartelera de la noche: El País vs. La Barbarie


Dentro de unas horas, casi un millón de personas—probablemente más—va  a encender su televisor par a ver a dos tipos que nunca han conocido en persona golpearse hasta el cansancio hasta que uno de ellos quede casi inconsciente. El que quede, a duras penas, de pie será felicitado y ensalzado por una multitud de gente al borde de la ebriedad, muchos completamente ebrios.  Recibirá un premio  por ser el más fuerte, el mejor peleador, y con la cara desfigurada recibirá un cheque por millones de dólares. Su madre, su esposa y sus hijos no podrán reconocerlo por unos cuantos días. Pero todo habrá valido la pena porque ganó. Y mientras los adultos del país se prestan para la celebrar el espectáculo, se reunirán en casas de vecinos y amigos, beberán sin ningún control, celebrarán cada puñetazo que dé Miguel Cotto. Mientras más letal el golpe, mayor será la celebración.  Si Cotto gana, su victoria servirá de pretexto para manifestar un orgullo nacional cohibido por los accidentes históricos. Gritarán, fuera de sí festejando una ocasión de “orgullo boricua”.
Mientras todo esto ocurre, millones de niños, sus hijos, los observarán. Y cuando esos mismos niños se encuentren en una situación de conflicto con otras personas, recordarán la alegría que sentían sus padres mientras Cotto golpeaba a su oponente. Y, si sus padres fueron capaces de semejante celebración en una noche como hoy por la competencia pugilística de un tipo que no conocen, será lógico pensar que también se sentirán orgullosos cuando sus niños lleguen a la casa con la novedad de que le partieron la cara a un compañero de escuela: finalmente, ¿no es lo mismo?
Queremos una sociedad más justa para nuestros niños, queremos menos violencia, hablamos de diálogo y de tolerancia. Pero aplaudimos como focas rabiosas las demostraciones políticas de testosterona de nuestros gobernantes, cuando actúan como gladiadores rabiosos en la arena política. Detenemos el país entero para ver a dos hombres—mortales como cualquiera—golpearse. Sin embargo queremos que nuestros hijos y nuestros vecinos se conduzcan con ecuanimidad  y criterio. Somos unos hipócritas.

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