Dentro
de unas horas, casi un millón de personas—probablemente más—va a encender su televisor par a ver a dos tipos
que nunca han conocido en persona golpearse hasta el cansancio hasta que uno de
ellos quede casi inconsciente. El que quede, a duras penas, de pie será
felicitado y ensalzado por una multitud de gente al borde de la ebriedad,
muchos completamente ebrios. Recibirá un
premio por ser el más fuerte, el mejor
peleador, y con la cara desfigurada recibirá un cheque por millones de dólares.
Su madre, su esposa y sus hijos no podrán reconocerlo por unos cuantos días.
Pero todo habrá valido la pena porque ganó. Y mientras los adultos del país se
prestan para la celebrar el espectáculo, se reunirán en casas de vecinos y
amigos, beberán sin ningún control, celebrarán cada puñetazo que dé Miguel
Cotto. Mientras más letal el golpe, mayor será la celebración. Si Cotto gana, su victoria servirá de
pretexto para manifestar un orgullo nacional cohibido por los accidentes
históricos. Gritarán, fuera de sí festejando una ocasión de “orgullo boricua”.
Mientras
todo esto ocurre, millones de niños, sus hijos, los observarán. Y cuando esos
mismos niños se encuentren en una situación de conflicto con otras personas,
recordarán la alegría que sentían sus padres mientras Cotto golpeaba a su
oponente. Y, si sus padres fueron capaces de semejante celebración en una noche
como hoy por la competencia pugilística de un tipo que no conocen, será lógico
pensar que también se sentirán orgullosos cuando sus niños lleguen a la casa
con la novedad de que le partieron la cara a un compañero de escuela:
finalmente, ¿no es lo mismo?
Queremos
una sociedad más justa para nuestros niños, queremos menos violencia, hablamos
de diálogo y de tolerancia. Pero aplaudimos como focas rabiosas las
demostraciones políticas de testosterona de nuestros gobernantes, cuando actúan
como gladiadores rabiosos en la arena política. Detenemos el país entero para
ver a dos hombres—mortales como cualquiera—golpearse. Sin embargo queremos que
nuestros hijos y nuestros vecinos se conduzcan con ecuanimidad y criterio. Somos unos hipócritas.
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