martes, 22 de mayo de 2007

La casa de la calle Rivadavia

-Tené cuidado con Lucas; es un mezquino. Que no te vea darle el dinero a mi hermana –la voz de mi abuela atravesaba el hemisferio por línea telefónica para advertirme de las amenazas familiares que yo no conocía ya.
-Está bien Nona, no se preocupe. Yo le llamo cuando vuelva de visitar a la tía.
El viento que subía desde el sur por los cerros de la Cordillera obligaba a todo el mundo a cubrirse la cara con una bufanda. Era imposible reconocer a quienes se cruzaban por las veredas y el caminar se volvía automático, sin interrupciones de carácter social. Los árboles eran más secos de lo que recordaba, las paredes más grises y la basura más abundante.
La casa de la tía (como aprendí a llamarle desde la infancia) quedaba cuadras más abajo, en la misma calle donde yo vivía aquella temporada.
Había sido imponente aquel número veintisiete de la calle Rivadavia donde ella vivía desde su juventud. Ahora el polvo inundaba sus veredas estrechas. No siempre fueron así. Tal vez la infancia hace al mundo más grande pero en mi memoria eran brillantes y amplias. Ahora, descuidadas por culpa de la enfermedad de la tía y el tiempo no se distinguían del barro que servía de pavimento.
El timbre me resultó envejecido. Comenzaba a sentir la migraña asomándose por las esquinas de mi mente. La sirvienta se veía mucho más vieja de lo que yo recordaba. Su piel tenía la palidez de la miseria. Mi dolor de cabeza crecía mientras me devoraba el olor a encierro. Cosas visiblemente viejas amueblaban esa casa argentina que había sido hipotecada en dólares antes de que el país odiara uniformemente a Menem. Esa semana era mi deber entregar el dinero que mi abuela podía enviarle a su hermana.
-Hola, tía, ¿cómo le va?
- Pues ahí vamos hija, este mes tampoco nos han pagado la jubilación, ya nos deben tres meses –la miseria del país era tan ajena a mi realidad de visitante que se me hacía difícil comprender la cotidianidad de esos saludos acompañados de quejas con informes de estado económico que eran parte ya de la idiosincrasia nacional.
Toda la vida había cojeado la tía (un accidente de infancia en Italia). Todavía asomaba la fuerza, la elegancia, el carácter en su voz pero las arrugas y la delgadez, producto de las sopas improvisadas con aquello que permitía la inconsistente jubilación, debilitaban el efecto de ésta. Podría jurar que usaba el mismo abrigo de lana de hacía quince años. Todo en esa casa era antiguo.
-Tía, la Nona le manda…-me interrumpió.
-Lucas está en la pieza de al lado. Esperemos que se vaya –como conjurado por el miedo apareció en el umbral de la cocina, me producía una anormal antipatía.
-Hola, Lucas –los saludos entre nosotros eran fríos, impersonales. Su respuesta también mecánica se convirtió en un pedazo de metal agudo que me atravesó las sienes con el dolor de la migraña.
-Vine a visitar a la tía …
-Me imagino que andarás haciendo turismo –Lucas era uno de los pocos tipos que conocí en Argentina que no se quejaba de la situación cada vez que saludaba.
-Si querés ir a ver la Cordillera, me avisás. Estoy organizando una excursión para el mes próximo. Son todos turistas que pagan en dólares, a vos te hago una rebaja.
-No, gracias. No traje tanta plata para gastar esta vez.
-O sea que ¿no venís a traerle dinero a mi mamá? –la tía, que siempre prefería no estorbar en el rango visual de Lucas, se sobresaltó por la pregunta. Esa mujer fuerte y grande se encogía frente a la presencia manipuladora de su único hijo.- No te asustés, yo ya estoy acostumbrado a que mi madre sea una mezquina que me esconde el dinero para mantenerme controlado –la sonrisa maniática lo hacía parecer una hiena justo antes de arrancarle con los colmillos la carne a su presa.
- No digás eso, la tía se ha matado trabajando toda la vida para que a vos no te falte nada, ya tenés cuarenta años …– aunque era yo quién lo atacaba, la reacción violenta se volcó contra su madre que ya estaba encogida en una esquina de la cocina.
-Con que ¿eso es lo que andás diciendo? ¿Que soy un vago, que vivo de vos? Si he tenido mala suerte en la vida ha sido tu culpa. Nunca tuviste fe en mis negocios – su tono había cambiado de violento a herido. Mi incomodidad en la escena hacía que sintiera los músculos tiesos incapaces de reaccionar, si le hubiera puesto una mano encima a la tía yo lo hubiera detenido y enfrentado. Pero sus armas eran más fuertes, ¿cómo se confronta al que se declara víctima, a quien juega con culpas conocidas?- No me vuelvas a decir lo de la casa, vos me dejaste hipotecarla, yo no te obligué. No es mi culpa que el país y el negocio se fueran a la mierda –era verdad que lo del país no era su culpa pero el negocio siempre fue mala idea, todos sus negocios habían terminado en fiascos legendarios, la tía accedió a hipotecar en dólares porque él amenazó con suicidarse.
-Lucas, la tía está mal, no la tratés así.
- Y vos, ¿qué sabes? –el resto de la frase no vale la pena recordarlo.
Una ola de aire fresco se metió en la casa cuando Lucas salió haciendo sonar premeditadamente la puerta. Le serví té a la tía en una de sus tazas de porcelana fina (que seguramente no estarían el próximo mes). Mientras mordía con un poco más de seguridad una de las galletas que le traje, comprendí que la tía no era más que cualquier otra madre del mundo que prefería el hambre y la enfermedad propios al resentimiento de su hijo, por injustificado que fuera. Una hora más tarde me eché la bufanda al rostro sabiendo que cuando Lucas volviera, recibiría por lo menos la mitad de la plata de manos de la tía. La otra mitad aparecería cuando él le revisara todos los cajones.
El polvo me ensuciaba los zapatos mientras me alejaba de la casa por la calle Rivadavia en mi gran República Argentina.

5 comentarios:

Monica dijo...

Ana, el cuento me encantó porque usa un vocabulario muy accesible. Es acogedor, cautiva el corazón y te hace sentir impotente ante la situacion de la tia, como que te asfixia y desespera un poco. Exelente, estoy bien orgullosa de tener una amiga como tu.

Unknown dijo...

WAW!!!!!! muy buena ME ENCANTO,,, que lindo que no se muera nadie!

Anónimo dijo...

No sé cómo te atreviste

Anónimo dijo...

Me alegra leer el primero de muchos cuentos tuyos. Definitivamente es un tema muy real el que expresas. Me gusta como lo trasmites de una forma sencilla.
Exito amiga.

Anahí dijo...

Mónica y Laura:

Gracias, se los agradezco a las dos, espero verlas pronto.


Marcela:

Claro a vos te gusta que todos sean felices para siempre, algún día voy a escribir una novela rosita sólo para vos, sos la única persona capaz de aburrirse en Nueva York. Chau, hermana

Columbine

Yo tenía 17 años. Fue, quizás, la primera vez que gané conciencia de que mi generación era capaz del horror. Hasta entonces, el horror era u...